martes, 3 de septiembre de 2013

¿LITERATURA COSTUMBRISTA?


Tradición es la transmisión, de una generación a otra, de noticias, leyendas, historias, creencias, costumbres, formas literarias, ideas, estilos, anota el maestro Octavio Paz [1], empezando a definir al modernismo como una tradición de la ruptura, en la literatura universal desde la época de los románticos. Definición que puede tomarse sin ninguna dificultad para definir una tradición donde no la haya o respaldar a alguna que, por una u otra razón, no sea tenida como tal. Cosa que, precisamente, abordo en adelante: una tradición literaria que nace a partir de una tradición de cantos populares juglarescos en el caribe colombiano, principalmente de la música conocida como vallenata. En este sentido está articulado el discurso de ingreso de Gossain y Samper a la Academia Colombiana de la Lengua en 2004 [2]; en el cual comparan a los juglares de la edad media con los cantores vallenatos de la costa norte colombiana; sin llegar, sin embargo, a proponer este mester de juglaría colombiano como una tradición literaria.

En el caso de las formas literarias, como en muchos otros aspectos culturales, en Colombia, la tradición ha sido impuesta por unos reducidos y excluyentes círculos que se han autoproclamado portadores y depositarios de la verdad y la belleza que, por lo demás, han sido extranjeras o extranjerizantes. Desde los círculos literarios capitalinos, principalmente, atendiendo a sus cultas formaciones, se ha acostumbrado a llamar a las expresiones que se refieren a los temas locales, sobre todo de las regiones o provincias, como literatura costumbrista. Término empleado de manera despectiva, para referirse a esas formas literarias distintas a las bogotanas y arraigadas en lo propio y más próximo, alejándose de lo europeo, norteamericano u oriental exótico, que es lo que, históricamente, se ha considerado válido, bello y culto por los intelectuales de la pretendida Atenas suramericana. ¿Costumbristas los escritores de las provincias colombianas? ¿Tomaba, acaso, Hamlet aguardiente antioqueño o ron viejo de caldas? ¿Montaban Don Quijote y Sancho en las llanuras del Orinoco o el desierto de La Guajira? ¿Servían a Pantagruel sancocho trifásico, ajiaco, tamal, tajine de garbanzo, mote de queso, marranitas, chigüiro a la brasa o pipitoria? ¿Era Ulises soberano de la isla de Mompox? No. Todos y cada uno de estos escritores hablaron de su tiempo, de su región y de sus costumbres; sin embargo nosotros no podíamos y, aún hoy, no podemos del todo hablar de lo nuestro sin que se sigan viendo nuestras creaciones de la misma forma discriminatoria. Lo nuestro es lo burdo, lo deleznable, lo feo y sin clase. ¡Pero chévere… decía el maestro Sánchez Juliao! [3].

Los aprendices de escritores o escritores en ciernes que conozco (y también los consagrados) muy pocas veces se inclinan al estudio y asimilación de la herencia que les han dejado sus predecesores, algunos apoyados en el hecho de que no tienen una gran o frecuente figuración en las antologías y no son o fueron reseñados por los medios especializados, como si la fama fuera garantía de mérito y calidad o el desconocimiento fuera sinónimo de mediocridad, por decir lo menos.
Nos encontramos, entonces, con la certeza de que, en Colombia, la tradición literaria establecida no es propiamente colombiana, al relegar a un segundo o tercer plano las tradiciones, leyendas, creencias y costumbres propias del país, cosa de la cual si se han ocupado con suficiencia las músicas y cantos populares de cada región. Para esto basta sólo ver unos ejemplos ilustres: Guillermo Valencia, aun habiendo nacido en Popayán, en la provincia, está bastante lejos de hacer que el idioma que (por la fuerza) terminó siendo nuestro, se parezca a nosotros y, con él, lo estuvieron todos los adeptos del modernismo rubendariano. Quizá sólo un poco más cercano está el capitalino Pombo, más en su fabulas o versos infantiles que en cualquier otra cosa y, también, con él, quienes obedecían los dictámenes del romanticismo hispánico. De la misma forma que estos hay un sinnúmero de poetas o versificadores que renuncian a sus tradiciones y sus costumbres, cultivando un lenguaje a su ver elevado, más bien cifrado o encriptado, cargado de metáforas y retorcimientos que lo hacen, recurrentemente, ininteligible. Más recientemente podemos citar a León de Greiff que no siempre es tan lejano y oscuro, sin embargo su erudición lo aleja frecuentemente de su realidad más próxima y a Giovanny Quessep que, también con mitologías y culturas ajenas, hace del poema una metáfora de la existencia más allá de su propia vivencia cotidiana. No se trata de invocar a la que en muchas ocasiones se ha denominado poesía o literatura comprometida, ni mucho menos, tampoco pretendo decir que no sean válidas, bellas ni admirables estas creaciones que se alejan deliberadamente de lo cotidiano. Es sólo una confesión de preferencia, de predilección por la literatura que es posible con palabras sencillas y de frente a la propia realidad, para ser en y con ella, nombrarla, recrearla, mostrarla, vivirla. Muestra de esta poesía, en Colombia, son las obras de García Usta, casi todo Gómez Jattin y Cote Lamus, Apüshana, Rivero  y Jaramillo Escobar.

1 Octavio Paz, Los hijos del limo, Seix Barral, 1974.
2 Juan Gossain, Daniel Samper, El mester de juglaría colombiano: Discurso de aceptación de ingreso a la Academia Colombiana de la Lengua, 2004.

3 David Sánchez Juliao, La felicidad de ser lo que uno es, Conferencia, 2003.

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