Estábamos en el borde de la
barranca, a sólo unos metros del puerto de la boya, viendo el arrebol de la
mañana resbalarse sobre el río de nuestras mañanas, tardes y noches, alistando
el anzuelo y la atarraya, sintiendo ceder bajo nuestros pesos el agua y el
barro podrido por la inundación. Era una mañana límpida, radiante, cálida:
Perfecta para la faena que planeábamos tener. Diciembre parecía ya haberse
posicionado en nuestras existencias de manera definitiva; sin embargo, nos
seguía rondando, abalanzándosenos a veces desde la proa, a veces desde la popa
de la canoa, la certeza de un diluvio temporal, que acabara de sacar de madre
al río y nos obligara a mudar de nuevo al pueblo, antes de que se lo acabe de
tragar o a mudarnos dejándolo a su suerte. Del otro lado, con una urgencia
inusitada empezaron a tocar a rebato las campanas de la iglesia de Chilloa:
Quizá el río haya horadado el dique que trata de impedirle su paso a través de
la isla que lo divide en dos. Ya no sé hace cuantos meses esperamos que deje de
llover y que el río deje de crecer y tragarse todo lo que se encuentra a su
paso: Estamos casi aislados del resto del mundo a no ser por los celulares que,
si acaso, serán la única cosa que nos podrá ayudar a gritar auxilio cuando no
haya manera humana de atajar la muerte que arrastra entre sus aguas el río que
nos ha dado la vida y ahora nos la quita a pedazos.
... nteresa
decirnoslo, sólo continuar su tránsito hacia el mar de sus amores, en eterno
retorno...nteresa decírnoslo, solo continuar su tránsito, hacia el mar de sus
amores, en eterno retorno...nteresa
decirnoslo, sólo continuar su tránsito hacia el mar de sus amores, en eterno
retorno...
A lo lejos, el sol y el agua
contra el pecho de un nadador que, por imprecisable vez emerge nuevamente,
arrastrando entre dientes a los ahogados de otros pueblos - los que se dejan
llevar por el río, como por un sueño -, atados a una manila hedionda; el remoto
canto de un pájaro tras el color del naciente sobre los arboles: Los músculos
agotados, las voluntades vencidas, las esperanzas sulfatadas. Una cachimba
medio encendida en su boca desdentada e inexpresiva, su humareda circular y
perfumada. Vence de nuevo al río en su fluir devorador inmarcesible.
Bracea asediado por el sereno
que se vislumbra ya en goterones cada vez más seguidos y robustos. El aguacero
se desmadra sin darnos tiempo a recoger los aparejos ni a asegurar las
carnadas. La jornada termina apenas empezada y se aplaza sabrá Dios por cuanto
tiempo en medio de este invierno que vuelve a empezar. Lloverá quién sabe hasta
cuándo, nuevamente.
Todos, estábamos a la espera...
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