DESNUDA
A Ti: Lectora, libertaria.
Una
madrugada, sin tener muy clara la hora que era, despertó sin poder soportarse
el calor que no la había dejado dormir bien del todo. Estaba desnuda, como
siempre que está en casa, con sus kilitos de más bien llevados y sus uñas bien
arregladitas, su pelo anudado en una trenza junto al cuello y sus senos y su
sexo algo sudados por el combate de sábanas que acababa de concluir. No
recuerda con claridad (y ya no le importa saber) hace cuanto no volvía por
estas tierras desde que fue desterrada. Los ruidos de la calle habían
enmudecido, por lo que debían pasar las tres de la mañana, la bendita hora en
la que ya no va quedando nadie en el centro. Avanza en la penumbra, como una
sombra más, como otro sensual fantasma, como una borrosa fotografía que se
interpone entre el claro de la luna y su habitación, como un espectro errante
atravesando los vaivenes de la historia, sus intrigas, sus perfidias y
desengaños, sus batallas íntimas y públicas, sus sinuosidades tantas veces
apestosas… hasta llegar al balcón de su habitación y enciende un cigarro para
iniciar a tomar el aire fresco de la noche, también desnuda. Otro veinticinco
de septiembre más. Se cerciora de que su lunar entre los senos siga bien
puesto, al igual que el que está al lado izquierdo de su nariz y los otros que,
bastante bien que han sabido desearle, y baja las escaleras y traspasa la
puerta, protegida por las sombras y el silencio, rodeada por el aroma de las
comidas rápidas aún suspendido entre los avisos luminosos de la carrera sexta,
y de las cervezas y guaros que se filtran por los dinteles desde sus depósitos
trasnochados. Apenas había dado la vuelta para pasar detrás de la catedral, un
perro celoso protege el platillo saboreado mostrando sus dientes amenazadores.
Manuela titubea, arrepentida de su desnudes ante los fieros dientes que la
acechan: Prefería en ese instante los ojos del reparador del gas que se la
quiso comer al verla desnuda atendiendo su llegada, los empalagosos aires
afrancesados de los grandes salones quiteños, los dimes y te diretes en los
limeños o los insultos de la vecina que destortilló la pailita en que iba a
buscar un poquito de azúcar, por caridad. Dio media vuelta y echó a correr por
un costado de la catedral. Hasta aquí me
llegó el paseíto, decía acezante y apretando el trote. Hasta aquí. Una escandalosa sirena empezó a maullar a un costado de
la plaza, se abrían y cerraban ventanas y se descorrían cartones junto a sus
pies, dedos obscenos la señalaban, chiflidos la perseguían locamente mientras
corría con una mano en la boca, a donde ya le venía llegando el corazón. Bajó a
las volandas las escalas de la plaza y en un dos por tres logró alcanzar su
otro extremo ya a punto del desmayo… La sirena parecía acercarse, el perro
siguió relamiendo su chorizo lleno de tierra y salsas abundantes, y una mano
firme y fría la toma haciéndola desaparecer de la calle, de los ojos, los silbidos
y los dedos obscenos, de la sirena, del susto tan tremendo y de sus eventuales
perseguidores. Sintió un dedo caballeroso que selló sus labios y se aferró con
firmeza a su cintura. Se sintió tranquila aun sin saber quien la había tomado
con tanta fuerza y ternura. Su pulso calmó rápidamente y su respiración se hizo
casi imperceptible al volverse a sentir como en casa, como antes de haberlo
perdido, en la seguridad de su constante desnudez. Satisfecha.
La musa de la poesía: Gabriel Posada |