Cada vez que recuerdo el nombre
de Álvaro Cepeda Samudio (Barranquilla 30/03/1926 - Nueva York 12/10/1972), viene con él una
ventolera cuyo origen es imposible de precisar, viene de todas partes y a la
vez de ninguna. De esas que a uno lo enceguecían (a fuerza de arena, polvo,
humo y hediondeces), por un largo rato, al pasar por un costado del viejo
edificio de la Caja Agraria en el Paseo de Bolívar, cerca al terminalito de los
buses de pueblo, en Barranquilla, y que, si se descuidaba mucho, lo mandaba al
suelo. Así mismo, como suele aparecer en casi todas sus fotografías y en el
mito creado alrededor de su nombre, porque de Cepeda se habla más de su
personalidad, arrolladora, brabucona, infatigable, ubicua, cosmopolita,
desabrochada, contestataria y demás, no de su literatura, como si el uno no
tuviera nada que ver con la otra, como si ésta no tuviera de todo lo que se
dice, reniega y alaba de la otra.
Álvaro y sus libros editados:
Todos estábamos a la espera (1954), La Casa Grande (1962) y Los cuentos de
Juana (1972) han sido para mí una presencia constante desde antes de que el
lugar de reunión del legendario Grupo de
Barranquilla, pasara a ser una mercadería más, un esperpento del que unos
cuantos han venido a alimentarse de lo que antaño bebieron, conversaron y
crearon unos artistas iconoclastas insatisfechos con el arte que se hacía y se
había hecho, abriendo una variedad de caminos, sobre todo a la autenticidad, a
la valentía y la felicidad de ser lo que se es, a contracorriente,
transformándolo si es necesario, resignificándolo, dignificándolo,
reivindicándole el valor arrebatado por los excluyentes y discriminatorios
círculos capitalinos que, a todo lo que difiere de su verdad, a lo venido de
las provincias, lo envuelven en la horrible y despectiva sábana del
costumbrismo, olvidando que lo que ellos mismos llaman Literatura Colombiana es literatura proveniente de las provincias,
desde Isaacs hasta Vallejo, pasando por Zapata Olivella, sin olvidar a García
Márquez, sólo con unas pocas excepciones como Silva, Mutis o Zalamea.
Obviando a don Juan de
Castellanos (1522), el primero en poetizar con palabras tan nuestras como
hamaca desde su hispanidad, a Epifanio Mejía (1838), a cuya poesía se hace
referencia como criollista y nacionalista y que, sin embargo, sigue siendo tan
actual y cercana, a Luis Carlos López (1879), tan largo tiempo despreciado,
poco leído y comentado, y a De Greiff (1895), que no siempre es accesible en el
vendaval de su verbo, pertenecientes estos al ámbito de la poesía, donde Cepeda
no tuvo una decidida incursión, a José Félix Fuenmayor (1885), antecedente
importante y fundacional de nuestra literatura caribe, pero que, a pesar de
marcar el tránsito a la novela urbana en Colombia con Cosme (1920)y evidenciar en ella, como en sus cuentos, aspectos
definitorios del espíritu caribe, como lo carnavalesco de las situaciones y el
lenguaje, no logra transferir a sus escritos la esencia misma de ese ser caribe
en toda su extensión, Cepeda Samudio es el primero en obligar a nuestro idioma (por
imposición) a que se pareciera a nosotros, a que nombrara nuestras cosas,
nuestras costumbres, nuestras regiones, nuestras angustias, nuestros amores,
todo lo que somos, por sus nombres auténticos, populares, sin el
distanciamiento y el asco con el que se ha visto y se sigue viendo lo nuestro
desde la óptica de quienes manejan la información (y todo lo demás) cultural
del país, lo nuestro ha sido, históricamente, lo burdo, lo deleznable, lo feo,
sin clase, contrario a lo europeo o americano que ellos han entronizado como
superior. Últimamente se ha pretendido hacer un énfasis en lo regional, sólo
para acentuar los prejuicios, caricaturizando las regiones e irrespetándolas,
sin pretender, siquiera, profundizar en la multiculturalidad del país sino
procurando una estandarización en todos los aspectos en base a moldes ajenos en
los cuales, a fuerza de publicidad y modas obligan al público a meterse, para
sentirse aceptados y partes de una cultura que niega sus raíces populares más
profundas.
Suele verse a Cepeda sólo como un
antecedente, como punto de partida del llamado Boom latinoamericano, como si su
obra no tuviera la rebeldía, el descaro, la calidad y la autonomía suficientes
para mantenerse sola por encima de esa mera (y cierta) apertura que propició pues,
antes de la aparición de sus primeros cuentos nuestra literatura no podría
menos que llamarse parroquial, tanto en su forma como en su contenido, por un
lado y por el otro extranjerizante, exótica,
rimbombante, preciosista, pretenciosamente alejada de toda cotidianidad en las
alturas de su torre de marfil, bajo la falacia de la pretendida Atenas
suramericana y de la nación de poetas que siempre nos hemos creído a fuerza de versificación
tantas veces vacua.
Los cuentos de Todos estábamos a
la espera, notablemente influenciados por la estadía de Cepeda en Nueva York,
trascienden la anécdota local, no por ciertos nombres de lugares y personajes
ubicados en diversos sitios de Norteamérica sino porque en su frescura
renovadora, en su atrevimiento experimental, en su apuesta por la cotidianidad
de las situaciones, impulsan con sus técnicas narrativas, con su voces, sus
enfoques, sus encuadres, sus ritmos, su lenguaje, a las historias, que bien
pueden suceder en cualquier parte, a sostenerse por sí mismas fuera del tiempo
y del espacio en el que fueron registradas por ese eterno reportero y cinéfilo.
Aquí Cepeda introdujo a la cuentística nacional en la modernidad, antes de terminar
de hacerlo con la novela.
En Los Cuentos de Juana,
aparecidos posteriormente a su novela, es donde Cepeda mejor nos deja ver su
irreverencia frente a las formas establecidas, su irregularidad tantas veces
reprochada, su creatividad desbordante y su desparpajo caribe, quizá llevado al
máximo en el reportaje (que es más una crítica a los críticos y a la crítica en
medio de una mamadera de gallo) que abre el libro, que se hace con Alejandro
Obregón y que terminan, después de muchos ires y venires, así:
- ¿Y qué es la literatura sino la gran historia del mundo bien contada?
- Mano, ¿te gusta escribir?
- A mí sí, pero no me da la gana.
- Y a ti, ¿te gusta pintar?
- A mí no, pero me da la gana.
Ahora si vamos por donde es.
¿Y de la vida?
Primum Vivere y endespués philosofare.
- Pero eso no es Griego: es Cienaguero: el que se murió se jodió.
En este libro Cepeda sorprendió
al no responder al presupuesto de una rotunda terminación totalizadora de un
proceso previo, una obra maestra similar o superior a Cien años, pero
sorprendió tardíamente y sin oportunidad de revelarse a las palabras o las
trompadas por su prematura muerte. Pero Cepeda no tenía un proceso, no tenía un
plan, no tenía un método sobre el cual basarse para trabajar y mucho menos para
publicar, por lo cual esas expectativas fueron más que infundadas, ridículas. A
pesar de ellas el libro, con su gringa de pelo de oro, se sostiene solo en su
rebeldía y su originalidad, permitiéndole a su autor, apoyado en sus
posibilidades técnicas y narrativas apropiadas de las norteamericanas y del
cine, contar de manera persuasiva y auténtica la vida de los hombres del caribe
colombiano y transmitir una manera
singular de ver y entender el mundo, alejada e incompatible con los moldes
generalizados de la Bogotá retórica, seria, grave, aburrida, elitista,
académica y recurrentemente ajena a las manifestaciones auténticas de la
cultura popular.
Finalmente, aunque no es así
cronológicamente, en La Casa Grande, novela que el año pasado cumplió 50
años
en la trastienda de nuestra literatura, Cepeda Samudio, termina imponiendo una
verdad poética por encima de la verdad histórica oficial, antes de los trenes
interminables repletos de muertos, como bananos, que iban a parar al mar de
García Márquez. Su novela se opone a la historia, como de distintas formas lo
han hecho muchas otras, al proponer varias voces que presentan los sucesos, desde
adentro, desde lo vivido y sentido, desde lo recordado, abriendo un diálogo en el cual se explora en
lo sucedido, no mostrado (En esta historia no se dispara una sola bala y no
muere nadie. Sólo un soldado usa una bayoneta contra un campesino y este no lo
llena de sangre, sino de mierda.), no hecho patente más allá de las alusiones
de los propios participes que, por lo demás, constituyen un amplio espectro de
voces que van configurando una creíble proposición poética, mucho menos
ficticia que las versiones oficiales de la historia que proponen una lectura presuntamente
diacrónica de los acontecimientos, pretendiendo imponer una verdad que,
recurrentemente termina siendo más alejada de la realidad, de lo que ha perdurado
en el alma y en el recuerdo de los implicados. Sus víctimas.
En la casa grande se explora la
dimensión humana de los protagonistas de la historia, mediante una
multiplicidad de enfoques, visiones y voces que, en medio de sus diálogos,
muchas veces contrapuestos, personificando la posición oficial y autoritaria y
la subversiva de los que no se adaptan a esos dictámenes, ponen de relieve las
tensiones existentes entre los mismos soldados enviados en comisión, los
habitantes de la casa entre sí y de estos con el pueblo, confrontando sus distintas
visiones y estas con la visión oficial histórica, controvirtiéndola,
socavándola, desmintiéndola sin silenciarla. Relegándola si, aun segundo o
tercer plano, constituyéndose en un manifiesto del triunfo de las voces que no
pudieron ser acalladas por el decreto y las balas del gobierno y la United
Fruit Company. La Casa es, a la vez, el recinto familiar y el país, que han sido
sacudidos por la violencia y, también, la herramienta oportuna para abordar y
recuperar un momento trascendental de nuestra historia que el olvido, como
doctrina sistemática oficial, impone a como dé lugar, configurándose al pasar
del tiempo, quizá sin intención del autor, en una interpelación para nuestra
novelística en cuanto a herramienta creativa de abordaje de la historia, para
re-crearla, re-significarla y re-situarla en un lugar de privilegio en la
memoria individual de este país sin memoria, al cual le faltan, entre otras, la
Novela del desplazamiento y todas sus aberrantes causas y consecuencias, más
allá de la narco novela y narco estética a la que nos tienen acostumbrados
tanto autores como medios de desinformación.
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